Un señor canoso con bastón se subió con dificultad al segundo vagón de un tren de cercanías. Consiguió un asiento de ventanilla, sus preferidos, y aunque no era un día perfecto no pudo evitar sonreír.
El tren se puso en marcha,
fuera llovía con fuerza y el paisaje se entremezclaba con las gotas de lluvia
que bajaban rápidamente en filas sobre el cristal. A pesar de no llevar sus
gafas, el hombre divisó a lo lejos dos gatos callejeros que jugaban en una pradera como
si celebrasen la tormenta. Entonces se acordó de su infancia, de unos
días que se difuminaban en su memoria, y le entraron unas ganas irrefrenables de
tirar de la palanca de emergencia, salir del tren a toda prisa y correr sobre
la yerba, descalzo, ágil, embebido y empapado.
Supo que, aunque fuera en su
imaginación, todo eso y más había pasado, y agradeció esos minutos de felicidad
sin pensar en el destino final al que le llevaría ese tren rojo de cercanías.
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